Le tengo miedo a las alturas, aunque desde ellas la vida se aprecia diferente. A pesar de eso, compré un boleto para un aerotaxi. Éramos ocho viajeros más los dos pilotos, quienes ordenaron que algunas maletas, por grandes y pesadas, se fueran en el siguiente vuelo. Me alegré de que, para mí, la vida ahora cabe en una mochila.
Mientras me amarraba el cinturón del asiento, cavilé rápidamente en lo que ha sido mi vida y en la posibilidad de que este fuera mi primer y último viaje en avioneta. Sentí emoción y nervios. Despegamos sin contratiempos; desde arriba, los caminos y carreteras zigzagueando entre los verdes montes de Oaxaca parecían culebras. En un tramo, el cielo se tornó blanco por una densa neblina. La avioneta comenzó a temblar y yo, junto con ella.
Se podría decir que una plegaria salió de mis labios, pero el murmullo desapareció cuando vislumbré unos rayitos de sol resquebrajando las nubes de algodón. La tiritera paró, la mía y la de la avioneta. También me tranquilicé al recordar que tengo seguro de vida y mi entierro arreglado para cuando llegue la hora. Me apaciguó aún más imaginar que, si la avioneta se estrellaba, solo habría dos opciones, y las dos eran buenas: si moría, sería en la tierra que me vio nacer, y si no, sería una fantástica historia para contar.
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