Con mi madre era sencillo aprender cosas importantes de la vida. Compartía sus experiencias de una manera muy particular: a través de historias. Al hablar, soltaba perlas de sabiduría para ver quién las agarraba. Nos animaba a aprender en cabeza ajena, y si eso nos fallaba, a modo de consuelo decía: «Que te duela para que aprendas». Bueno, sí, ahora esos métodos quizá crearían controversia, pero funcionaban, te formaban rectamente.
Llenaba las cazuelas hasta el tope de comida. El dinero no sobraba, pero ella se las ingeniaba para hacer rendir cualquier cosa: comida, dinero o esperanza. En la cocina, su misión era usar su destreza para estirar los alimentos y darles la única comida caliente del día a una media docena de indigentes que diariamente llegaban a verla. «Los olvidados de Dios», los llamaba ella. Mi madre mantuvo este comedor callejero por más de una década. Esa misma generosidad la acompañó toda su vida.
Contaba que su papá escondía dinero y monedas de oro en cántaros que, desafortunadamente, ella no investigó dónde quedaron enterrados. Como no le interesaba el dinero, no preguntó si alguien de la familia descubrió los jarrones en alguna de las propiedades o cantinas de las que eran dueños.
Fue inteligente y honesta, de palabra. Declaraba que se podía perder todo menos la dignidad y la confianza. Su vida fue emocionante: larga, llena de sorpresas alegres y algunas pesadumbres, como debe ser una vida. Acababa de cumplir ochenta años cuando anunció que ya estaba cansada, y que se sentía lista para ir a rendir cuentas y conocer a Dios. No intenté detenerla, ni pedirle que me regalara más de su tiempo. Sabía muy bien lo decidida que era, y su mirada me dijo que ya estaba resuelto que ella hasta ahí llegaba. Con la misma determinación con que se fue, alimentó con amor docenas de almas, corazones y panzas.
Libro ''Las calles de mi infancia''
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