Punto de cruz

Me gusta le felicidad que es esquiva, arisca, sin aspavientos, la que es intermitente. La soledad, al contrario, me gusta completa, con todas sus aristas. Siempre hemos sido amigas, es donde mejor me encuentro, me gusta pensar que sin ella nunca hubiera escrito nada. El silencio es el mejor consejero. Tiene poderes curativos porque te empuja, te impulsa a escucharte a ti mismo. Desde siempre entendí que hay días para volar bajo y otros para surcar alto, pero no fue hasta entrados los años que aprendí a distinguirlos y vivirlos todos a plenitud.
Sin embargo, llegó un momento en que poco a poco fui detestando mi melancolía. La misma que me había acompañado tantas veces y que nunca antes me había molestado. Me fue aturdiendo el silencio de la casa, el que tanto antes disfrutara. La calma de las mañanas me asustaba y comencé a sentirme rara. La casa y los cajones se fueron quedando vacíos, listos para cosas nuevas. Poco a poco me había deshaciendo de cosas, materiales y de las otras, las que más pesan, para aligerar mi vida, y lo logré. Más algo me inquietaba, me sentía rodeada de ‘’felicidad ajena’’ que me hacía sentir extraña por no poder alcanzar la mía todo el tiempo. Sentía que mis días por tener poco a nada en sus agendas, excepto por los paseos, leer, escribir, escuchar música y comprar flores, no eran productivos como los de los demás. Aunque esos días a mí me llenaran el alma.
Alcanzar la felicidad –perpetuamente- se había puesto de moda, y sus antagonismos eran muy mal vistos. Sin darme cuenta iba por la vida falseando júbilo, para encajar. Me fui persuadiendo para ser alguien con más ‘’felicidad’’. Inadvertidamente me fui dejando llevar por las exigencias de la sociedad. Tomo responsabilidad por dejarme arrastrar por las imposiciones de una cultura que no tiene llenadera, que nos exige tener más, hacer más, ser más. No pude cumplir con tales demandas, los modelos y patrones del exterior, para mí son inalcanzables. Perdí la ilusión que me daba tejer mis propios sueños en silencio y en soledad, y dejé entrar a mi vida ruido y distracciones que no me daban dicha. Pero me cobró factura porque sin querer queriendo fui comparando mi vida con otras.
Me sentía extraviada, agotada, sin recursos, pues no lograba alcanzar la ‘’felicidad permanente’’ que veía en los demás. El mundo se fue encogiendo hasta que se tornó oscuro como el vientre de una ballena. Desaparecí emocionalmente y casi nadie se dio cuenta. Fue un gancho al hígado, pero también fue un despertar. Hastiada de la vaciedad que me quemaba por haber dejado de ser yo misma, cerré puertas y ventanas para poder darle un giro a la vida, o para inventarme una nueva y la soledad iba a ser mi única consejera.
En mi encierro voluntario aproveché unos intervalos de lucidez e hice un par de cosas que había dejado de lado por temor al qué dirán, o por desidia. Para comenzar me di permiso de disfrutar sin culpa la forma en que quería vivir mi vida. Enmendé algunos errores, por lo menos con quienes seguían vivos, y me sentí mejor. Ya encarrilada determiné qué y a quién quería llevar conmigo ahora que iba a comenzar de nuevo.
Pensé detenidamente qué iba a permitir que me definiera y me di licencia de sentirme triste y ansiosa sin pelearme conmigo misma por eso. Batallé suficiente para darme cuenta de que yo era la meta, de que no había otra mitad, ni título, ni dinero, ni agendas ocupadas que me validaran, que yo era suficiente, pero lo logré. Tuve que desaprender muchas cosas, y redefinir el significado de palabras como dios, muerte, vida, y mujer.
Una mañana cualquiera me puse de pie, era hora de continuar el viaje. Había mudado de piel. El nuevo día trajo el deseo de seguir bordando sueños, de seguir viviendo, pero a mi manera, concorde a mis necesidades y a mi propia interpretación de la vida y de la felicidad.
