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Primero de Junio

Writer's picture: Claudia CastiloClaudia Castilo

Leticia llegó con el cuerpo afiebrado, le dolían las manos y el alma, estaban frías. Eran las dos de la tarde cuando su espíritu quebrantado tocó mi puerta. Comenzaba otro mes y una nueva etapa para Leticia, pero ella todavía no lo sabía ni yo tampoco. Tan pronto como nos vimos, se soltó llorando. La sentí más delgada de lo que la recordaba, y lo primero que hicimos fue tumbarnos en el piso a llorar juntas para compartir su dolor. Algo se posó dentro de mi garganta, un grito ahogado, creo.


Nos pusimos de pie para darnos un largo y esperado abrazo. Nos reconocimos y sonreímos. Le pedí que respirara con intención, le acomodé el pelo y sentí que temblaba. Extrañé el brillo en sus ojos, el gusto por la vida que le conocía; me dijo que a ella también le hacían falta. La llevé de la mano a mi cocina; ya estaba hirviendo el agua. El ambiente estaba impregnado de copal y de esperanza. Mientras le preparaba un té de yerbas, puse en las manos de Leticia un puñito de hierbas para que las frotara. Como eran finitas, con el roce se evaporaron, pero su aroma le quedó impregnado. Le pedí que cerrara los ojos y oliera; la estaba preparando. Soltó el llanto; el aroma la había regresado a casa, a la infancia. Se escuchó una flauta. El umbral se abría.


Prendí otro conito de copal; le gustó el olor. "Me siento mareada, pero a gusto y muy tranquila", dijo al viento. Encendí las velas; ahora los tambores sonaban, el ritual iniciaba. Le dije que la escuchaba, y Leticia comenzó a hablar. Dijo con profunda tristeza que se sentía extraviada, que no se reconocía y que ahora el insomnio habitaba en su almohada. Sentí una fuerte emoción que, si tuviera que darle nombre, la llamaría nostalgia; venía del alma de Leticia y sus palabras me lo confirmaron. Me confesó que el mundo la devoraba y la comprendí perfectamente. Las expectativas del exterior, donde sólo hay ruido, son muy altas y el precio a pagar aún más. Me dijo que le daba miedo estar sola; le recordé que nunca estamos solas, que nos tenemos a nosotras mismas y que con eso basta. "Regresa a ti", le pedí. "No sé cómo", me contestó; se sentía perdida. Yo ya he estado en ese lugar; es un limbo oscuro como el vientre de una ballena. Para que el alma encuentre su acomodo otra vez, hay que cerrar puertas y ventanas, desconectarse de todo lo de afuera y volver al centro para encontrar un nuevo punto de partida. Juntas, poco a poco la fuimos sacando de ese abismo y se sintió más ligera.


Le pedí que pusiera ahora toda su atención en cómo respiraba; estaba acostada en el piso, con los brazos y piernas extendidos, y la madre tierra la sostenía. Le pedí que se enraizara, que no se moviera y que se llenara de energía. Que volviera a conectarse con el hilo que une todo lo que comienza y termina. Me escuché murmurar algo que ni yo entendí; el gato maullaba y la casa se impregnó de un olor a canela; nos íbamos acercando. Abrió los ojos y me dijo que ya no estaba asustada. Hicimos un alto en el camino y ahora era Leticia la que cantaba. Se estremeció y yo junto con ella. La luna entraba por la ventana; me dijo que estaba lista y que ya no quería esperar. Le coloqué su mano izquierda en el pecho y la derecha abajo del ombligo, en sentido contrario, para conectar el corazón con la vida, para que juntos den frutos. Su aliento por fin se pausó y su espíritu lentamente fue instaurándose en su cuerpo; lo iba a necesitar para lo que venía. Leticia sintió escalofríos y no dejaba de vibrar; eran su cuerpo, su esencia y la vida misma volviendo a ser la trinidad que ella tanto extrañaba.


Su llanto y su dolor se intensificaron, pero ya no había vuelta atrás; ya estábamos del otro lado. Le pedí a Leticia que se metiera en un capullo para protegerla; intuí que la visita estaba a punto de llegar. Leticia debía volver a la raíz, a sus progenitores, a donde comienza la vida, al año cero. Primero llegó su madre. Esta vez utilicé lavanda y eucalipto para refrescar el entorno. Tuvimos que hurgar muy adentro para encontrar qué era eso tan importante que no se alcanzó a decir. Después de mucho llanto, entendimiento y perdón, se dieron un abrazo antes de llamarse madre e hija una vez más.


La música se tornó más suave, la noche caía y el velo de Leticia también. El gato rondaba sus pies y, aunque estábamos cansadas, había otro visitante al cual atender. Cambié de copal a albahaca y hojas de laurel. “Era mi sol”, me dijo cuando llegó su papá; noté cierto orgullo en su voz. Fuimos pasando poco a poco por momentos tristes hasta llegar a un lugar de abandono y soledad. El cuarto se llenó de quietud y las almas hablaron. Leticia se despidió amorosa y agradecida de su papá. Su origen se había sanado; ahora seguía lo demás, la batalla más difícil: hacer las paces consigo misma.


Nos dimos un descanso y nos pusimos al día sobre nuestras vidas. Leticia repetía sin cesar lo bien que ya se sentía. Le pedí que no bajara la guardia; el cansancio de años de cargar tantas piedras no se cura de la noche a la mañana. El verdadero camino para Leticia apenas comenzaba; su dolor había cumplido su misión y la había alcanzado el tiempo de soltarlo, de perdonar, empezando por ella misma. El ritmo de su respiración indicaba que estaba lista para dar a luz a una nueva Leticia, a pesar del sufrimiento, más lacerante que un parto porque nacer duele, pero renacer aún más.


Me abrazó con fuerza, respiramos profundamente y de su pecho salió un grito. Las dos nos percatamos cuando algo abandonó nuestros cuerpos; no supimos qué, pero nos sentimos más livianas. Estábamos muy fatigadas, pero aún faltaba lo mejor. Bebimos más té y la invité a seguir respirando como le enseñé al principio, con intención. Retornamos a su infancia. Llegamos a la plaza de su pueblo y encontramos a Leticia de doce años. No había nadie más, sólo ella sintiendo miedo, ausencia y una gran responsabilidad. Habíamos encontrado la punta de la hebra que nos ayudaría a desenredar de su pelo toda la tristeza que traía a cuestas. Recordó el vestido que llevaba y lo que la agobiaba en aquellos días. Las dos sentimos ternura y las tres nos abrazamos. Me recordé que tenía que mantenerme alerta pues se acababa el tiempo y debíamos regresar.


Con mucho cariño, Leticia le dijo a su pasado que ya no la atormentaba más porque ahora, de adulta, había aprendido a vivir otra realidad, una que doliera menos. El silencio nos envolvió, el dolor interno de Leticia se intensificaba y los espasmos también, pero le dije que confiara, y confió. Nos miramos en silencio, sintiendo, conectando, sanando. Le solté la mano para que se abrazara a sí misma, para que fuera a arrullar a la niña que estaba de pie en medio de la plaza, sintiéndose sola y desamparada, que yo las estaría cuidando. La consoló, la trajo consigo misma y le prometió no soltarla jamás.


Desconectarse del mundo para reencontrarnos con nosotras mismas nos permite sanar el alma, volver a soñar, llenar vacíos y curar heridas. No sé cuánto tiempo nos quedamos en silencio, ya solas las dos en la sala de mi casa. Mientras me abrazaba, me dijo: “algo me dice que voy a estar bien”. La ceremonia había concluido. Me dio las gracias y yo a ella también; algo extraordinario sucede en ambas partes cuando una mujer le ayuda a otra a desatar sus nudos. Despedí a Leticia pasada la medianoche; ya era dos de junio, la luna brillaba y sus ojos también. Le dije adiós, recordándole que todo siempre se acomoda.

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