Mistli
Updated: Mar 20

En la estación de autobuses le dieron la opción a Ofelia de continuar la ruta a pie o a caballo. Se decidió por un caballo y le dieron a escoger entre dos hermosos animales: uno color miel que se llamaba Gabino Barrera —porque no entendía razones—, dijeron los caballerangos, y un azabache llamado Emiliano Zapata —por su bravura—. Se decidió por Gabino que le dijeron conocía cada curvatura del terreno, y montada en él, Ofelia llegó a la hacienda El Tecolote.
La hacienda era una hermosa propiedad acomodada en medio de las faldas de dos gigantes, los volcanes Tequila y Ameca, madriguera ideal para refugiarse de las prisas cotidianas. Sus instalaciones cobraban vida desde las seis de la mañana, hora en que se prendían los hornos y las chimeneas para calentar la cocina y los pasillos, y se encendían los cirios que alumbran el camino a los que ya se fueron, pero que siguen visitando la enigmática hacienda. Sus paredes eran de color añil. Uno de los muchos guardianes del lugar era un majestuoso pavo real llamado Abelardo, cuyo copete verdiazul siempre lucía imperial.
La cita de Ofelia en la hacienda era para atolondrarse con ayahuasca. La ceremonia la dirigiría Akbal, una princesa del bosque, una chamana famosa por dominar los secretos que guardan algunas plantas y por preparar el brebaje como nadie. Algunas estrellas ya se asomaban en el cielo cuando, a las siete en punto, comenzó el rito. A esas alturas, a Ofelia ya no le importaba que su religión no aprobara su decisión de buscar respuestas o quizás una absolución en la bebida que parecía lodo negro, y se engulló dos vasos llenos de ayahuasca. Akbal entonaba cantos en otra lengua cuando Ofelia vomitó el calducho que le revolvía las entrañas. Se bebió otro vaso y este sí se quedó adentro, la pelea estaba a punto de comenzar. Algo o alguien la empujó suavemente hasta depositarla en un
petate para que tuviera su ceremonia personal.
Ofelia se quedó temblando en su camita de palma. No supo si pasó una hora o una semana; se sentía pasmada, como si fuera otra. Sus ojos atravesaron el techo de paja y admiraron una horda de pájaros azules que surcaban el cielo. Ofelia y las aves se perdieron en el tiempo. Llegó su fallecida abuela y se entrelazaron en un tierno abrazo, amoroso, reparador. Los efectos de la ayahuasca se apoderaron de todos sus sentidos y comenzó a llorar. El cielo le pareció una ventana por donde veía árboles pasar, luego llegaron los sonidos, como murmullos, pero no se sorprendió de escuchar a los robles hablar. A mitad del viaje, Ofelia llegó hasta unas pirámides mayas rodeadas de tambores y castillos de maíz. Después de muchos llantos y risas, se quedó dormida por horas o por semanas. Cuando abrió los ojos, empapada en sudor, gateó junto con otros hacia un temazcal donde
se terminaría el exorcismo.
Akbal se acercó y le dijo que su nuevo nombre era Mistli y de la tierra salieron unos hilitos rojos que se enroscaron en los tobillos de Ofelia formando unos brazos que la sostuvieron muy bien, mientras ella se balanceaba peligrosamente de lado a lado como si se fuera a caer. De esa experiencia ha quedado un hueco en la memoria de Ofelia que no recuerda, o pasó todo o nada, pero salió con el alma más ligera.
Ofelia se despertó una mañana en el taxi que la dejó afuera de su casa. ¿Cómo lo consiguió?, ¿quién le pagó al conductor, con propina y todo? ¿Quién le dio la dirección?, preguntaba su ofuscada cabeza, pero lo más importante, ¿quién era ella? El agua de la regadera y un café bien caliente la devolvieron a la realidad de sus días. Ofelia se sentía cansada, más renovada y feliz con su nueva identidad de puma.
Del libro: ''Mariposas''
Texto © Claudia Castillo
