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María Isabel

Writer's picture: Claudia CastiloClaudia Castilo

A Josefina


Me encandiló su piel morena. La descubrí sentada en el suelo con los ojos cerrados, bebiendo agua. Una gruesa trenza de cabello gris le adornaba la cabeza. Para no verme tan indiscreta, clavé la mirada en los collares y pulseras que hacían música cuando su dueña, María Isabel, los movía.


Cuando abrió los párpados y notó mi presencia, levantó un poco el mentón a modo de saludo. Le brillaban los ojos, como le centelleaban a mi mamá. Éramos diez las mujeres ahí reunidas, invitadas a una ceremonia muy especial.


Yo no había visto antes a María Isabel. Su piel brillaba al ser tocada por el sol que entraba por los ventanales. Se parecía mucho a mi mamá. Desvié la mirada hacia los verdes montes que mecen Chapala, estuve entretenida un rato viendo el baile de las palmeras bajo el viento azul hasta que escuché la respiración de María Isabel, a pesar de que estábamos a tres mujeres de distancia. Me sorprendió tal suceso; mi cabeza daba vueltas y buscaba una explicación coherente al murmullo que me envolvía. Me estremeció la certeza de saber que eso que escuchaba era el resuello de María Isabel.


Las otras mujeres contaban historias, cantaban bajito, sollozaban de felicidad, se tejían el pelo unas a otras; yo vagamente ponía atención a la ceremonia. Tampoco participé en las danzas: estaba cosida a mi asiento, invadida por la curiosidad y el deseo de entender lo que estaba viviendo, pero María Isabel no me ofrecía ninguna pista. La dueña de la casa nos fue dando un vaso con agua a cada una: estaban tibios por los rayos de sol que habían entrado por las ventanas. «Purificación», decía la anfitriona cada que depositaba un vaso en nuestras manos.


Formadas en círculo, agradecidas y fuertes, dimos por terminado el ritual. Nos fuimos dando una a una un abrazo de reconocimiento y despedida, diciendo nuestros nombres como si los fuéramos a recordar. Y viajé a través de espacios y tiempos hasta llegar a los brazos de María Isabel, y nuestro abrazo llenó todos los huecos. El apretón en que nos entrelazamos curó todas mis heridas, unió los fragmentos de los que estoy hecha.


María Isabel me llamó «Hija» y me dijo que me traía un mensaje. Empecé a temblar, las piernas no me sostenían. Ella me tomó de los brazos y me cobijó con sus ojos: me tranquilicé. María Isabel se había prestado para que mi madre viniera una vez más a abrazarme. Solté el llanto, y ella también. Caímos al suelo. Ella me meció como cuando nací y me metí en el cuenco de mi madre de nuevo. Ahora sé lo que es un grito ahogado. Supe que era ella, mi madre, porque solo ha existido una mujer que pueda decir mi nombre con tanta ternura. Era una nueva oportunidad. Era mi madre cuidando una vez más de mí. Había regresado para decirme que no me preocupara, que viviera, que cuando fuera mi tiempo ella me iba a estar esperando del otro lado; que me recibiría con flores y cantos, como la había despedido yo a ella. Que le había gustado lo que fuimos juntas. Que estaba en paz. Nos llamamos «madre» e «hija» una vez más.


Me regresó el alma al cuerpo cuando sentí el olor a alcohol. Me había desmayado. Oía rezos; venían de algunas de las mujeres presentes llamando a los espíritus para que las asistieran. Entre las nubes llorosas de mis ojos pude ver el rostro de María Isabel sonriéndome, asintiendo ante lo que temía preguntarle: que si mi mamá ya se había ido otra vez. Mi llanto se hizo más desgarrador: me acababa de despedir por segunda vez y casi no lo resisto.


María Isabel me dio a beber más agua, y besándome los dos cachetes y una mano, me dijo adiós. En mi estupor alcancé a ver que se había detenido frente a la mesa donde había cosas para comer, la vi echarse a escondidas un puño de galletas a la bolsa, como hacía mi mamá cuando iba a alguna reunión. Las demás se fueron despidiendo hasta que en la salita de mármol nos quedamos solos los montes, las palmeras y yo.


Libro ''Mariposas''

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