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La feria de las flores


No hablaba de él para que su recuerdo no se desbaratara en la boca de otros. Que su memoria no la ensuciara alguien más que pronunciara su nombre. Llevaba su retrato cerca del corazón, una ironía, la foto de un muerto pegada al órgano de la vida.


Llevaba días que le dolía el alma y se sentía cansada pero no le quiso quedar mal al difunto y madrugó más que de costumbre para irse al panteón. Guardó la comida y la bebida en su bolsa de siempre, pasó a comprar la vela y unas flores amarillas. El día se antojaba cotidiano.


Decía que lo que había aprendido del luto era que se puede amar sin la necesidad de la presencia del otro. Ya a solas, se preguntaba cómo un solo hombre había podido desatar tantos demonios en una misma mujer. Él le había contagiado el gusto por la vida, y ya sin él, le daba todo igual.


No se casó ni con él ni con nadie más, porque de ese amor ninguno salió vivo. La encontraron sentada de lado como si estuviera dormida, con su brazo inerte izquierdo como almohada. Quien la encontró dijo que sonreía y que llevaba unas flores amarillas en la mano.


Texto y foto © Claudia Castillo

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