Por meses, Aurelia probó fármacos y ungüentos, visitó eminentes médicos y charlatanes, intentó cuanta cosa rara le aconsejaban, y hasta dejó que perros de la calle le lamieran las llagas porque alguien le dijo que la saliva canina cura. Nada ni nadie le trajo ningún descanso. Unas dolorosas grietas color escarlata cubrían las manos de Aurelia desde hacía unos meses. Primero vino una picazón demente e insoportable, luego sangrientos pellejos con olor a rancio comenzaron a desprenderse de su piel.
Con el bolsillo seco y la esperanza de curarse casi muerta, después del veredicto de su doctor de que le iban a mochar unos dedos para evitar que se le pudriera todo el cuerpo, Aurelia decidió darle una oportunidad a lo que, para ella, era un remedio chocante y quizás blasfemo. Con las manos ceñidas en blancas gasas, se fue a ver un curandero a Talpa.
—¿A quién le debe usted? —le dijo el dueño del improvisado consultorio habilitado en la sala de su casa.
—Yo no tengo adeudos de dinero con nadie —le dijo Aurelia, petulante, pues no le gustaba tener deudas.
El adivinador, como le llamaban en su pueblo, replicó que preguntaba si Aurelia debía algún perdón, no dinero; que buscara en su alma si necesitaba alguna reconciliación con alguien, vivo o muerto. Le dio una planta de sábila para que se untara en los dedos y le cobró cien pesos. Las manos de Aurelia comenzaron a sanar casi de inmediato. Desde entonces, a la menor fisura en sus manos, busca y rebusca en su memoria para saber si debe otorgar algún perdón o perdonarse a sí misma.
Libro ''Mariposas''
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