El espejo

Por mucho tiempo no me detuve ante el espejo. Evadirme era la tarea. No por una cuestión de apariencia, sino porque no tenía el valor de ver lo desgastada que tenía el alma, y no quería que el reflejo de mí misma me lo recordara. Intuí que había perdido algo de peso y de brillo, me sentía cansada. Mis ojos permanecían cerrados por largo tiempo, pero sin dormir. Dejé de ver familiares y amigos, no por orgullo sino por falta de energía para explicar en los agujeros en que estaba metida en lo que encontraba de nuevo mi lugar.
Hubo varias noches oscuras. En una de ellas, aparecí yo misma de chiquita en medio de mi cuarto. Era yo de niña tratando de reconocerme ahora en mi edad adulta. Después de un largo rato de escudriñar a esta mujer desconocida que tenía frente a sí, me extendió su mano y le pedí que se quedara conmigo hasta que amaneciera. Le conté de los vericuetos de la vida que he tenido que sortear. Se conmovió. Le confesé que aún me quedan algunos miedos que he adquirido por el camino, y que ya conocí el amor. Recordamos mis logros y equivocaciones y la balanza no se inclinó para ningún lado. Las dos sonreímos.
Ya había amanecido cuando dimos un último recorrido por la casa, nos dimos un beso de despedida. Antes de irse me felicitó por la vida que discreta y detalladamente he planeado para esta etapa de mi vida, y por nunca haberme dado por vencida.
