Era un quince de febrero, la casa estaba llena de gente y humo, y el llanto lo inundaba todo. Unos fumaban, otros tomaban café; todos, con caras tristes, murmuraban rezos. La desdicha nos había sacudido un día antes: mi hermanito Jorge Alberto había venido al mundo solo para alegrarnos unas horas: murió el mismo día en que nació.
Del hospital lo trajeron así, sin vida. Nació con el corazón enfermo. Entre lágrimas y lamentos, las señoras susurraban que era igualito a mi papá. Lo trajeron a la casa para que la conociera y para que lo salpicaran con el agua bendita que alguien trajo para que se le facilitara la entrada al cielo, pues no hubo tiempo de bautizarlo. Lo vistieron con la ropita que con tanto cariño habían comprado para su llegada y lo peinaron bonito para que llegara con Dios lo más presentable posible.
Hicimos la procesión al panteón a pie; estaba cerquitas. Mi madre, con el corazón roto, me llevaba a mí de la mano. Caminábamos atrás de mi padre, que, junto con otros señores, transportaban el pequeño cajón con gran sentimiento. Parecía que lo iban arrullando con el vaivén de sus pasos. Las mujeres, llorosas, depositaban claveles blancos en el regazo vacío de mi madre.
Qué lástima que nadie le tomó una foto al niño. La memoria es traicionera y un rostro en un papel nos puede ayudar a llevar mejor el duelo y a entretejer la muerte con la vida.
Libro ''Las calles de mi infancia''
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