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2 de noviembre


No hubo velorio, no lo hubiéramos podido soportar. Ya se había ido, ¿para qué prolongar nuestra agonía en alguna funeraria? Aparte esa fue su voluntad, nosotros sólo la cumplimos. Nos había encomendado que no le hiciéramos velorio, dijo que no quería escuchar en el más allá condolencias de buena voluntad, pero anodinas. No le gustaban los velorios porque decía que es cuando la gente se pone zalamera, y le disgustaba escuchar pésames y elogios que proclaman que entre cuatro velas todos somos buenos.


Nos despedimos como dios manda, pero no por eso nos dejaba de doler su partida, hacía apenas unas horas que habíamos regresado del panteón y ya la casa se sentía helada y triste sin su presencia. La soledad tomó su lugar, y el luto nos envolvió. Sólo atinábamos a tomar café. Entre nubes de humo de cigarro a lo lejos distinguía uno que otro rostro conocido, pero todo me parecía distante. Quizás era yo la que estaba lejos, ausente también. Inmersa en los recuerdos y sacudida todavía por su muerte, me sobresalté junto con los demás al escuchar tres toquecitos en la puerta.


Fueron unos golpecitos suaves, con ritmo, conocidos. Por segunda vez, tocaron a la puerta, esta vez no había duda. Tocaban y el sonido que provocaban los nudillos de la mano al contacto con la puerta, nos era familiar. Esta vez nos rodeó el espanto. Alguien desde la cocina pegó un gritito de susto y el gato saltó de la silla. La conmoción que deja la muerte, aunque a veces se anuncie, puede ser alucinante y la mente nos puede jugar pasadas. Pero ¿a todos al mismo tiempo y en el mismo lugar?


Ahora el dilema era quién iba ir a abrir. Yo no, yo a esas cosas les tengo miedo y respeto, y mejor ni me arrimo. Busqué entre los cuellos y las manos de los ahí presentes algún rosario que alguien me pudiera prestar, como protección y me pareció un buen momento para empezar a rezar, pero no encontré ninguno. Nos sacudió la certeza de saber quién era aun antes de abrir la puerta. El mayor de los tíos se envalentonó y dijo con voz temblorosa: ‘’yo voy’’. Nadie lo detuvo.


Si era quien temíamos que fuera tenía que ser algo urgente, porque ya no estaba entre los vivos. Si había regresado y tan pronto, quizás era para comunicarnos algo importante que no alcanzó a decirle a alguno de nosotros. Todos los que estábamos en esa casa le debíamos a quien creíamos tocaba la puerta, aunque sea un favor. Muchos en la familia sobrevivimos las embestidas de la vida gracias a su temple y generosidad, no juzgaba, nada le asustaba. Nos dejaba ser.


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